Cuando aprendí a jugar rol lo
hice de la mano de un grupo pequeño, todos curtidos en el arte de los dados.
Cada vez que un tesoro aparecía era motivo de saqueo, pero por arte del destino
o de una “misteriosa magia”, algo sucedía y nuestro botín al cabo de 1 o 2
partidas se perdía para siempre.
Si construíamos una fortaleza
para esconderlo allí, al regresar de una aventura, nos dábamos con que algún ejército ingresó a nuestro fuerte y
saqueó todo lo que allí habíamos celosamente guardado.
Si decidíamos esconder el tesoro
en alguna cueva, al retornar descubríamos que su techo se había derrumbado. Si
intentábamos escavar para recuperar algo, generalmente recobrábamos algunas
monedas de lo que antes fueron habitaciones cubiertas por dunas de oro y joyas.
Al principio me sentía bastante
irritado, luego comencé a dirigir y
entendí (nunca consentí) que aquellas eran artimañas para lograr que los
personajes no tuvieran poder de decisión sobre el contexto general de la
partida. Es que aquél director de juego disfrutaba tener el control, saber
que nuestros personajes “si o si” recorrerían tal calabozo y luego aparecerían
en un lugar que previamente fue calculado y meticulosamente estudiado.
Un grupo de aventureros que decide, en vez de salir a cazar al dragón, pagar a
un ejército de mercenarios para que cumpla con esta tarea hubiera enloquecido
a aquél master tan estructurado.
Hoy lo único que hago es dirigir
y lo disfruto más que jugar. En mis
partidas un personaje puede estar desbalanceado por sus puntuaciones en las
características –sobre todo cuando probamos algún nuevo sistema de mi autoría- ,
pero nunca por la cantidad de oro en su
bolsa de monedas.
Jugar con una compañía que logró
amasar una buena fortuna no solo torna la partida más divertida para los jugadores, sino que la autoalimenta de infinitos recursos, haciendo que dirigir sea más
sencillo para los directores de juego.
Es lógico que si los personajes
cuentan con una fortuna la quieran gastar, de hecho, es lo que haríamos
nosotros si en la vida real ganáramos la lotería. Un jugador con muchos
recursos económicos podrá acceder a equipo y armas no convencionales,
aumentando así su entusiasmo con el escenario.
Cuando mi grupo cuenta con una
fortuna, lo primero que hacen es ir a las zonas portuarias o comerciales y
hacen la clásica pregunta “¿qué hay para comprar?” Allí es
donde intervengo yo como master, les doy soltura para que elijan exóticas
pieles, potentes venenos y pociones de asombrosas bondades. A medida que mis
amigos compran, sus exigencias se van tornando más exquisitas. Ya no quieren un
corrosivo que de +1 a las tiradas de abrir cerraduras, ahora quieren un ácido
que disuelva directamente la puerta. Es allí cuando pongo el límite:
“Esa sustancia está prohibida
señor, tendría muchos problemas si fuera descubierto vendiéndola, y muchos más
al intentar adquirirla”,
narro con la voz de un comerciante preocupado. A continuación intento trabajar
sobre el interés del jugador, por ejemplo, brindando una rica descripción de
la sustancia prohibida. La intención es comunicar que no puede vender aquello,
pero que sin duda alguna es un elemento indispensable que otorgará grandes
facultades a quien lo emplee sabiamente.
Luego de un buen discurso todos
querrán adquirir el “ácido derrite puertas”, tanto los que dialogaban con el
comerciante como los que se encontraban
en otro sector de la ciudad
–luego les tengo que recordar que sus personajes no se encuentran allí y que no
pueden saber qué sucede o de qué se dialoga-.
¿Qué obtuve con esto? Un grupo
que se interesa en un objeto raro y de obtención rebuscada. Con un simple diálogo
en un comercio ya di pie a una nueva aventura y seguramente a muchas más horas de diversión. A
continuación los personajes interrogarán sobre el origen de la sustancia, se
proveerán de todo lo necesario para viajar al otro extremo del mundo (para ello
necesitarán mucho oro) y se lanzarán en una nueva aventura.
Me gusta mucho cuando los jugadores
piensan como empresarios o grandes burgueses. La idea de comprar (por llamarlo
de alguna manera) grandes extensiones de tierra y cobrar a sus pobres
habitantes un canon por hacer uso de ellas no me parece desacertado.
Los personajes recibirán su oro,
pero también todos los problemas y dificultades que ese oro acarrea. Desde
quejas de los aldeanos, problemas judiciales entre ellos (Juan y Pedro se
disputan una cabra que nació en la granja del primero pero pasta en el campo
del segundo) y también la amenaza de la guerra y la rebelión.
Un dragón puede descender desde
las altas cumbres, alimentarse del ganado, quemar las plantaciones y amenazar
con hacer su guarida en el castillo de la compañía.
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